sábado, 22 de mayo de 2010

Jueves 20 mayo

Como habíamos quedado ayer con Malcolm, el barquero que ayudaba con el amarre a las boyas y que tenía montado todo un tinglado de barco-taxi, guías turísticos, relaciones públicas, etc, etc, a las 7 de la mañana salíamos en su lancha motora a la velocidad de un Fórmula-1 por las tranquilas aguas de la bahía de la Sufriere hacia el pié mismo del Grand Pitón. Es una de las dos impresionantes montañas cónicas gemelas de 780 metros cada una emergiendo del mar y cuyo sendero se inicia en la misma playa, es decir, que los 780 metros que mide son los mismos que hay que subir de manera absoluta. Para esta ruta Malcolm nos proporciona un guía local de lo más típico. Un afro-caribeño rastafari, con pantalón vaquero corto “bien trabajado”, camiseta raída con la faz de Bob Marley que la usaba para recoger sus rastas y no gastaba calzado técnico de Decathlón, ni Hi-Tech, ni de suela Vibran ni esas pijadas. SUS PIES DESCALZOS para subir esa pendiente labrada en la afilada piedra volcánica. Ya os podéis imaginar la pendiente si os digo que se suben 780 metros en 2 km de sendero. Que más que sendero es una escalera continua. Arriba dos espacios abiertos entre una vegetación de jungla para proporcionar dos miradores. Uno hacia el interior de la isla y otro hacia el otro pitón con la bahía de por medio. Ya veréis las fotos. Al final del descenso en la playa, unos lugareños avispados ofrecían agua de cocos jóvenes recién abiertos a los sedientos montañeros, de los que con una lasca de su corteza extraían una gelatina blanca con un intenso sabor a coco.

A la vuelta de la excursión paramos en el pueblo a tomar una cerveza y ,los bocatas que no nos comimos en la montaña. Después de un descanso nos pusimos los neoprenos y nos fuimos a bucear hacia una cueva llena de murciélagos que había junto al barco. Como había mucha corriente y poca luz, el buceo fue breve. Volvimos al barco con tiempo suficiente para ducharnos y, por fin, ver el rayo verde de la puesta del sol.

En la penúltima noche decidimos darle un homenaje a nuestros estómagos con unas “delicatessen criolle” en un restaurante de La Soufriere al borde del mar y cerca del gallinero del pueblo. Aunque la carta no daba muchas pistas de la calidad y combinado de los contenidos nos decidimos la mayoría por el pollo con salsa criolle que resultó muy sabrosa. En este gasto invertimos todos nuestros dólares caribeños porque a partir de mañana trocamos al euro. Pues de vuelta al barco en nuestra dingui (zodiac), en perfectas condiciones pasamos la noche con un leve soplo de brisa a la espera de la aventura del siguiente día.

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